lunes, 7 de septiembre de 2009

El fin del invierno

El cambio climático repercute en una Buenos Aires tropicalizada, donde cada temporada se potencia la incertidumbre ante la infección. ¿Qué cosas, culturas y hábitos se terminan con los 30° en agosto? ¿La ecología sintetiza la figura más lograda del Apocalipsis? Además, una crónica sobre la ciudad del miedo, en la víspera de la primavera.

Por: Diego Golombek para Revista Ñ (5/09/2009)

Vamos a extrañar ese espléndido dictado nerudiano de las lentas hojas vestidas de silencio y amarillo. Pero si es así, ¿cómo será nuestra vida sin inviernos, un éxtasis tropical permanente, una melancolía de la nieve, un aluvión zoológico en las fuentes, un paraíso de playas y bikinis? ¿Y qué decir de nuestro estado de ánimo, acostumbrado a fluctuar junto con las estaciones y el largo de los días? ¿Qué de la geografía, ciencia reversible y temporaria? ¿Dónde esconderán su pelo las ovejas, cuándo encontrarán ovejos para soñar un futuro de inviernos y corderos? ¿Y qué pasará con nuestro sentido del humor, con las enfermedades, con el destino de los genes que traemos de fábrica?

La naturaleza nos ha regalado enormes reservas de carbón, petróleo y gas natural y nosotros nos dedicamos a quemarlos, liberando miles de millones de toneladas de dióxido de carbono al aire. Este gas (junto con otros como el metano o los compuestos clorofluorocarbonados –CFCs) atrapa la radiación solar en la troposfera, la parte inferior de la atmósfera, lo cual resulta en un aumento sostenido en la temperatura global – esto es lo que se conoce como efecto invernadero. Y no son efectos sutiles: la tendencia es que las concentraciones de CO2 en la atmósfera lleguen al doble de lo que eran al principio del siglo XX, y con ellas, el mundo sufra un aumento de entre 2° y 5°C. Los efectos de este calentamiento son impredecibles, pero involucran cambios en los hielos, los océanos, los desiertos y, claro, todas las especies animales y vegetales que quieran habitar el suelo terráqueo.

Como fuere, el calentamiento global va a afectar a todo bicho que camine, vuele, nade o fotosintetice: desde el sapo coquí (sí, el de las canciones de cuna) de las selvas tropicales de Puerto Rico hasta el bacalao para las Pascuas. Las pulgas y otros bichos aprovechan la novedosa calidez y se van desplazando hacia el norte, llevando consigo enfermedades para mascotas y humanos.

¿Qué hacer?, se preguntan los Lenines modernos, y aguzan la imaginación para inventar erupciones volcánicas artificiales que espejen al sol, colgar mediasombras en órbita, que bajarían la luz solar en alrededor de un 2%, o bien tumbas subterráneas o submarinas para el dióxido de carbono que generan las ciudades y las industrias. Estas fábulas ya tienen su nombre: ingeniería climática, y sin duda darán pasto para rato a los guionistas de cine.

Depresión estacional

¿No hay algo de bueno en el fin del invierno, con menos pulóveres y, presuntamente, mejores cosechas todo el año? Por un lado, si el aumento de la temperatura fuera muy moderado, podría tener algún efecto beneficioso para la agricultura, pero los números que se barajan sugieren un efecto trágico: más calor, más inundaciones, menos agua en zonas mediterráneas, menores cosechas, más enfermedades, más pobres. Y así no hay Hollywood que aguante.

Pero el calentamiento que supimos conseguir no sólo confunde a los pétalos y los pichones: hasta esculpe islas en el océano. Cartógrafos del mundo, atención: una nueva isla apareció hace un par de años cerca de las costas groenlandesas (¿groenlándicas?), separada del terreno principal debido al derretimiento de buena parte de la cáscara de hielo. Así, de a poco, parte del suelo se fue separando, hasta que hacia 2002 sólo estaba unido a la islota por un pequeño puente de hielo.

Y a esta altura, podemos decir que Groenlandia tuvo una isla hijita, separada sin un llanto: ninguna escena, ningún daño, pero una potentísima imagen del cambio climático y señal inequívoca de que si se derrite el casquete de hielo del Artico se pudre todo (o, más bien, se inunda todo: tiene unos 2 millones y medio de kilómetros cúbicos, que si pasan a estado líquido harían aumentar el nivel del mar en alrededor de
7 metros).

Por suerte Groenlandia queda tan, tan lejos, ¿verdad? Pues bien, las proyecciones nos acercan más y más al eterno verano con chapuzón permanente. Según la novela
Cuarenta signos de la lluvia, de Kim Robinson, la ciudad de Washington podría tener avenidas de agua, canales y gondolieros. Es sólo ficción, dirán, pero a consecuencia del cambio climático la verdadera Venecia, la ciudad del agua, corre el riesgo no sólo de continuar hundiéndose hasta llegar a ser la Nueva Atlántida (gran nombre para un balneario), sino que sufriría inundaciones diarias e incontrolables. Y pensar que en esa misma Venecia, hacia 1809, Byron y sus poetas amigotes anduvieron de parranda tomando el famoso gelato. Más allá de lo encomiable que habrá sido fabricar helado en verano y sin freezer, lo cierto es que la de heladeros podrá ser una de las profesiones con mayor futuro en el planeta que viene. Y, como veremos, también serán necesarios para ponernos de buen humor.

Los poetas malditos lo saben de hace rato.
Decidme, qué es el día o la noche/ para aquel que está sumido en la congoja, se pregunta William Blake. En el diario de Scott Fitzgerald nos enteramos de que en la verdadera noche negra del alma, siempre son las tres en punto de la madrugada. Y siguen las firmas: en Tolstoi, en Baudelaire, en todos los que han sufrido algún tipo de tristeza crónica se refleja la relación entre nuestro estado de ánimo, el paso del tiempo y el clima o la época del año. En el invierno de nuestro descontento no hay hijo de York que nos salve.

Por más que para T. S. Eliot "abril es el mes más cruel" (y visto desde el norte, se refiere al inicio de la primavera, cuando nacen lilas de la tierra muerta), nadie puede negar que los días cortos, la oscuridad y el frío nos predisponen bastante mal para enfrentarnos al mundo más allá de las frazadas. Si bien hibernar no parece una opción (aunque a veces suene tentador hacer un poco de oso), nuestro cuerpo tiene resabios de la era del hielo: dormir más, almacenar grasas para pasar la helada, volvernos un poco ermitaños y refunfuñadores.

Y nunca falta el extremista que lleva estos signos al máximo, y se vuelve un poco Mr. Hyde con cada invierno. Efectivamente, existe un tipo de depresión recurrente, que suele aparecer cuando la temperatura y la cantidad de horas de luz por día disminuyen de un cierto período crítico: la depresión invernal o trastorno afectivo estacional ("SAD", en la manía acronímica angloparlante).

Ojo al cerebro: no se trata del bajón invernal o el del domingo por la noche, sino de una señora depresión con todos sus síntomas (suicidios nada románticos incluidos), que puede y debe ser diagnosticada y tratada diferencialmente. Siendo relojes con patas, las sospechas recaen sobre el fino mecanismo de relojería que controla nuestros ritmos diarios, un ciclo cerebral que se alimenta –se pone en hora– con la luz nuestra de cada día. ¿Será cierto entonces, como profetiza y estremece Alejandra Pizarnik, que la melancolía "es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado"?

Según la Pizarnik, que algo sabía del tema, en la melancolía, "mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto".

Pero atención melancólicos: hecha la ley, hágase la luz. Porque si lo que falta es la luz (y en consecuencia la sincronización del reloj biológico) el tratamiento de elección, higiénico, barato, dietético, es la fototerapia: un rato de luz brillante por día estimula, sienta bien, quita las ganas de fumar y aleja los fantasmas de la depresión. No es una cura, sino un tratamiento sintomático; aun así, bienvenido sea.

Momentito: si se acaba el invierno, entonces, ¿se acaba la depresión estacional? ¿Estos osos hibernantes se despertarán para siempre convertidos en alegres mariposas? ¿Es el fin de la alegría solo brasileña? Hay quienes dicen que las consecuencias del cambio climático no se verán sólo en los mares, las sequías o los bacalaos: mucho más cerca, las sentiremos dentro nuestro, hasta en el estado de ánimo. Ver para creer.

Uno y el universo

Vale la pena recordar cómo estamos bombardeados por esta era genómica: que los genes son maravillosos o que no son buenos, que hacen daño, que dan pena y se acaba por llorar (o por enfermar). Conoce tu interior, y sabrás todo sobre tu pasado y tu futuro. Analiza tu genoma, y te sentirás 98,5% chimpancé (ya que esa es, cifra más o menos, la semejanza entre nuestros respectivos genomas). Entonces: si es así, entonces también somos 50% bananas, ya que compartimos con nuestras estilizadas primas amarillas una buena porción de genes básicos. Y convengamos en que uno no suele sentirse muy banana (aunque que los hay, los hay).

El asunto es que este análisis olvida que somos, también, nuestras circunstancias: la alimentación, nuestra educación, los ojos de la primera novia, un baño calentito. Y, sobre todo, somos el clima en que vivimos, el agua que bebemos, las estaciones que recorren el planeta y nuestro cuerpo. Tal vez esta avalancha práctica y retórica del cambio climático sea una buena excusa para asumirnos, así de chiquitos como somos, en un planeta que gira y que de vez en cuando grita y que, llueva o truene, muera el invierno y tenga prisa el invierno (al revés que la canción de Sabina), viene bien recordar para qué estamos de habitantes temporarios de este mundo: sobrevivir, ser felices, tener hijitos, regalar bufandas cuando corresponda.

Casi nada.



Instantáneas de la ciudad y el miedo

"El invierno se aleja –dice el autor de esta crónica– y con el frío se va el chancho pero llega el mosquito." Un recorrido por las imágenes de los nuevos temores urbanos, desde el dengue a la Gripe A, y de la inseguridad a los hábitos de encierro.

Por: Alejandro Seselovsky

Cada noche, antes de cerrar el día, con su hijo de año y medio ya dormido y su esposa yéndose a dormir, Hernán repite su breve dispositivo: marca el 911, llama, corta antes de que lo atiendan y deja su celular de productor de televisión sobre la mesa de luz, todo lo a mano que un celular puede quedar. "Si pasa algo –me dice– sólo tengo que apretar redial". Y así Buenos Aires va construyendo su gramática del miedo, eje sintomático de la vida en la ciudad y marca cada vez más visible en la superficie urbana.

"Si pasa algo..."

Es una línea tan franca, tan obcecadamente honesta: en el condicional viaja un principio de indeterminación, de lo que podría pasar y no sabemos si pasará y ni siquiera sabemos cómo llamarlo y de sólo ponerle un nombre nos llenamos de pánico, entonces mejor llamarlo algo: algo. Y cuando finalmente en las cercanías de la estación Chacarita, después de mostrarnos la púa un pibe se va corriendo con nuestro celular, el miedo se deconstruye y queda sustituido por el shock del pavor, que es otra cosa, un instante que dejará eco, pero: otra cosa.

El miedo colectivo ha ido adquiriendo una nueva y más enfática materialidad: el dispenser de alcohol en gel se hizo un lugar a los codazos entre el cubo de pajitas y el cubo de servilletas en el local de McDonald's de Corrientes y Scalabrini. Me quedo diez minutos ahí parado y no veo que la gente lo use, pero su victoria no es su uso, sino su presencia. Y es también, de alguna manera, la condensación de un trayecto que ha tomado velocidad, porque antes que porcina la gripe fue aviar, y antes que aviar no fue gripe, fue un Antrax de cotillón que Héctor Lombardo, ministro de Salud en el gobierno de Fernando de la Rúa, dijo que había encontrado en elementos ingresados al país, que iban de un carrito para servir bebida en los aviones hasta un pote de helado. Entonces Guillermo Andino puso su cara de chico que se compromete con la información para explicarnos cómo funciona una máscara de gas. Pero eso ya son los medios y el miedo de los medios, el miedo que los medios construyen, es un capítulo demasiado extenso, demasiado complejo para abordarlo en un recorrido urbano del pánico. Basta con decir que la potencia discursiva que baja desde las pantallas lo coloca, lo termina de colocar delante nuestro, y ahí lo vemos: una aparición engordada para el consumo histérico de nosotros, la masa.

El invierno se aleja, y con el frío se va el chancho pero llega el mosquito; y la insospechada estelaridad de góndola de los sanitizantes ahora se ve amenazada por el avance a paso batiente de los repelentes que nos van a sacar de encima, a nosotros y a nuestros hijos, al Aedes Aegypti y su infecto aguijonazo. En el chino de Salguero y Charcas, una señora con cartera Prüne le pregunta a la empleada boliviana:

–¿Este es contra el Dengue?

La empleada afirma sin convicción, y la señora se queda mirando el cilindro anaranjado, dando vuelta esa lata como quien decide una inversión en bienes raíces.

Miedo y mito

El mito tiene la capacidad de soldar el miedo, de fijarlo y de convertirlo en un agente cotidiano, permanente. En un vagón de la línea D, en las últimas horas del servicio, con las piernas extendidas y una remera de Primal Scream, un chico lee una revista pequeña cuya tapa da cuenta de la aparición del bareback, una subcultura en el mundo de la diversidad sexual que reivindica el sexo sin protección. Y no puede ser casual que esta bravata inconsciente se produzca cuando el VIH ha perdido su capacidad para construir mito, para socializar la amenaza del virus y entonces guardamos el Sida en el mismo cajón del baño donde se ubican la tuberculosis y la sífilis, esos leones que perdieron los dientes, fantasmas retirados en su tercera edad, miedos–no–miedos. Es la gran derrota conceptual del VIH aunque tal vez sea su gran triunfo clasista: los pobres no necesitan mitos para seguir muriendo.

Pero por suerte, siempre nos podemos dar una vuelta por Palermo, en donde ahora el Gobierno de la Ciudad ha decidido hacer unas retroesquinitas de viejo/nuevo empedrado y ha londonizado ese espacio cada vez más reconfortante de la ciudad. Es una suerte. En el Palermo customizado el miedo no se siente porque las casas de ropa y los hostels de diseño jamás lo permitirían, y porque el temor turista es el mismo en Buenos Aires que en cualquier otra ciudad: un temor global planet con el que se sale de Heathrow o del Newark Airport y con el que se vuelve tal cual, tan intocado, unas semanas después. A Christian, que pone pisos flotantes en los departamentos de Villa Crespo, en cambio, ya le robaron tres veces la batería del auto: le abren el capot del Dodge 88 y se la sacan de un tirón. Pero esto sucede en otra esquina, la de Guaminí y Montiel, Mataderos, un barrio con menos london calling.

Mejor quedarse

El miedo posblumberizado de la inseguridad tiene una retórica tan machacante, tan sofocante, que nos hemos quedado sin antídoto para su nomenclatura de la totalidad. Y entonces sí, los medios, otra vez, la finta imposible, la resonancia monocorde, mejor volver a la ciudad.

Y en la ciudad, temor y temblor.

En la traza comercial de la avenida Córdoba entre Scalabrini y el puente de Juan B. Justo, que es el Munro de los 80 pero sin olla para skaters ni pantalones Wado's, un local de ropa para chicos construye miedo pedófilo sin tener la menor idea de lo que está construyendo. La pedofilia como categoría del mal se lleva todas las estatuillas y produce lo que producen los tópicos lacerantes que un día se popularizan: no hay nada que discutir. Se pueden implementar políticas: se deben, de hecho, pero el paradigma de mal es tan absoluto que los discursos se agotan rápido y sólo tenemos la proliferación de más o menos siempre las mismas condenas. Hasta que ves en Córdoba 5060 la ropita que MüMi -Kids underwear promociona con la foto de una nena de cuatro años. La nena es adorablemente natural, no tiene ni el artificio rubio de las producciones de Cheeky ni el simpático enchastre de colores de Grisino. Lleva una bombachita negra con volados rosados a cuadros y eso es todo lo que lleva. Entonces, sobre la foto, bruta y creando más miedo del que desactiva, una cinta negra tapa el pecho breve de la niña, como censurando de antemano las tetas que serán, que en unos años van a ser. ¿En qué está pensando el señor o la señora de MüMi cuando pega la cinta sobre la foto? ¿A quién o a quiénes les está diciendo qué cosa? ¿Que eso no se mira? ¿Que hay mucha gente que mira lo que no debe mirarse y entonces mejor taparlo?

El miedo produce sobreconductas, subrayados del espacio o de la identidad, y necesitamos cuidar, cuidar, cuidar mucho lo que antes simplemente cuidábamos: una casa, un auto, el cuerpo incauto de una nena de cuatro años en el frente de una vidriera de Buenos Aires.

Esta refriega, esta disposición sobreexpuesta del cuidado que se traduce como el reverso del miedo evidente, tiene en las chapitas de seguridad hogareña su divisa más consumada. La casa es una casa como tantas del Palermo periférico, en la calle Santos Dumont al 3500: ladrillo a la vista, rejas negras sobre el portón en juego con las rejas negras de la puerta de entrada. Tiene, también, un cartel de Se vende y ha sido meditadamente acribillada con unas chapas amarillas con la silueta de lo que se propone como un vigilador.

Las chapas indican, bastante a los gritos, que esta es una casa que cuenta con protección: una está sobre la puerta, la otra en el portón, la otra entre la puerta y el portón y la otra arriba de la que está entre la puerta y el portón. Miedo a volar, a no volar, al agua, a la tierra, al aire y al fuego. Miedo al gobierno, miedo al desgobierno, miedo a que te echen, a que la crisis nos lleve puestos a todos, a que la cajera te mire con la tarjeta en la mano y te diga: fondos insuficientes. A que Diego no nos clasifique. A no poder terminar de pagar nuestra puerta Pentágono, que es más dura que la realidad.

Pochoclo y fin del mundo

Por: Julián Gorodischer

Los días contados en una majestuosa Nueva York bajo los hielos (en El día después de mañana, 2004, Roland Emmerich) anticiparon el tono del relato noticioso actual: discurso único hecho de barbijos y asesinatos y mosquitos inminentes que agradece a la "pochoclera" dedicada al apocalipsis. El hombre común de este tiempo está sometido a la circunstancia extraordinaria.

La catástrofe lo sorprende y lo paraliza; niega la posibilidad de iniciar una adaptación. El cambio climático, en todo formato, exige narración vertiginosa, más acontecimiento que proceso; disrupción, no evolución ni involución. ¿Quieren una fuente para el "último momento" que puebla las pantallas? ¿Para el "Alerta" y el "Urgente" que sirvieron a las ansiedades generalizadas del domingo de los 30° en agosto? Vayan a buscarla al hábitat enloquecido que propone Roland Emmerich, de obra programática ("Me quedan muchas cosas por destruir", anticipó a Clarín en 2007). Su devenir trágico no contempla ni siquiera pasar a zombi (como en
Exterminio, de Danny Boyle) ni a lumpen (como en Soy leyenda, de Francis Lawrence), pero al menos garantiza goce narcisista: "Después de mí no hay mundo".

Todo lo que se cuenta en torno al clima es grave (ficción y no ficción): ni siquiera está el límite de la reducción de la especie, no hay ataque inminente que permita una defensa o una resistencia. Nos pasa (en días de la gripe A) como a Sam Hall (Jake Gyllenhaal): nos toca inmovilidad y encierro. El mito del calentamiento para masas concibe a la catástrofe climática tan tremenda como inapelable y justa: corresponde a la revancha por el daño provocado por corporaciones y/o países.

Es una reacción involuntaria del entorno que no discrimina; tan plural y abarcadora como naturalizada. Es el escenario el que reacciona y se envilece. No hay alienígenas ni hay terroristas a los cuales demonizar. La Tierra decide que "ya no haya hombres". La fábula moral impone acatar. La catástrofe ambiental se espera con conformismo y resignación, pero también con la altura necesaria como para asumir la culpa individual (los que abusamos del antitranspirante seco, aun siendo victimas del bombardeo publicitario que nos lleva a saturar de gas).

Ahí, entonces, estamos nosotros frente a la catástrofe estruendosa como se merece el "fin de Hollywood" durante la caída de las finanzas globales.

Frente al televisor estamos los consumidores compulsivos de noticias, los fans de
El día después de mañana, los frotadores de alcohol en gel de palmas despellejadas (los que hicimos cola frente al Farmacity aquel domingo), los que llegamos al barbijo, los que un día de junio dejamos de dar besos (y no recuperamos el antiguo hábito), los que no tomamos mate, y los que consideramos que Jake Gyllenhaal es mejor como adolescente asustado que como vaquero gay (años después, en Secreto en la montaña). Somos espectadores y ciudadanos de esta época del mundo los que preferimos mil veces a Heath Ledger como cowboy (porque está muerto lo canonizamos), los que dejamos de creer en la venganza de la máquina, de la bestia o de la criatura intergaláctica pero seguimos subordinados al verosímil de la catástrofe climática, que nos sigue interpelando como la primera vez.

Aceptamos el pobre happy end porque le ponemos fichas a que siga filmando, porque apostamos a
2012, donde –dicen– ocurre finalmente el fin del mundo (¿se retira?).

Salimos a comprar el diario, una mañana de calor infernal, y sentimos el tufito a pavimento característico de enero; se espera un virulento dengue –anunció la placa roja– para la primavera que –parece– comienza este 21 de septiembre.


Menos glaciares y un protocolo incumplido

Desde el acuerdo de Kioto en adelante, hubo sólo cambios en contra del planeta por lo que no pocos científicos ven a la reunión de Copenhague como una última oportunidad.

Por: Valeria Román

Linda Vereertbrugghen se encontraba en su hostería, cerca del cerro Tronador, con sus cuatro empleados. No había huéspedes. De repente, se cortó la luz y empezó a escuchar un zumbido muy fuerte. Al amanecer, el lago cercano había desaparecido. Había árboles caídos. Ovejas muertas. Un puente carretero destruido. Mesas y bancos aplastados. "No sabíamos qué había pasado, todo estaba cubierto de barro y bloques de hielo", dijo. Los científicos que acudieron al lugar, que está a 120 kilómetros de Bariloche, no tienen dudas: el aluvión fue un impacto local del cambio climático que está afectando todo el planeta.

"El glaciar del cerro Tronador estaba en retroceso desde los años ochenta. Al derretirse, se fue formando un lago. Pero se soltaron témpanos que taparon el drenaje del agua. Con más lluvias, el lago se desbordó y se terminó produciendo el desastre del 21 de mayo", explica Jorge Rabassa, investigador en glaciares del Centro Austral de Investigaciones Científicas del Conicet, en Tierra del Fuego. El glaciar es uno de los cientos del mundo que está perdiendo su identidad. Por supuesto, no es el único efecto que los argentinos están percibiendo del cambio climático. Las inundaciones en distintos puntos del país son más frecuentes. El verano pasado, se registró la peor sequía en el centro y norte del país en 70 años y se desató la mayor epidemia de dengue que afectó a más de 27.000 personas y mató a 5.

Poco se ha hecho para atacar realmente la causa del problema: las altas emisiones de gases de invernadero que son generadas por la quema de combustibles fósiles, la agricultura, la ganadería, la deforestación y los depósitos de basuras en las ciudades. En 1997, hubo un acuerdo de lindas intenciones que se llamó el protocolo de Kioto.

"Lamentablemente, el famoso protocolo no se cumplió", reconoce Osvaldo Canziani, doctor en meteorología argentino y ex integrante del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), que recibió el Premio Nobel junto con Al Gore en 2007. Desde la óptica ambientalista, la opinión es similar: "Estados Unidos nunca aceptó sumarse al acuerdo ni tampoco otras naciones ricas transfirieron fondos a los países en desarrollo para ayudar a que su desarrollo ecónomico y social se basara en energías limpias y se frenara la deforestación. Se habló mucho, pero globalmente las emisiones de gases de invernadero crecieron", resalta Juan Carlos Villalonga, de Greenpeace Argentina.

Muchos ven a la cumbre climática mundial de Copenhague, que se realizará en diciembre en Dinamarca, como la última oportunidad. Desde el acuerdo de Kioto en adelante, hubo sólo cambios en contra del planeta. "Cada habitante del mundo necesita para sustentarse 2 hectáreas –recuerda Canziani–. Pero en Europa y en los Estados Unidos, cada habitante usa entre 10 y 12 hectáreas. Si todos tuviéramos ese mismo estándar de vida, necesitaríamos de 4 planetas". Otros países han aumentado sus emisiones de gases invernadero: China pasó a ser el principal emisor mundial (superó a los Estados Unidos). "La equivocada idea de que entre los científicos hay desacuerdos serios acerca del calentamiento global es, en realidad, una ilusión alimentada deliberadamente por un grupo pequeño, pero extremadamente bien financiado, con intereses especiales, que incluyen a la Exxon Mobil y otras pocas empresas productoras de petróleo, carbón y servicios relacionados. Estas empresas desean impedir el surgimiento de cualquier política nueva que pueda interferir en sus planes de negocios", sostiene el ex-vicepresidente Al Gore, en su libro
Una verdad incómoda.

Se pronostica que si para el año 2056 los niveles de emisiones de gases de invernadero se duplican con respecto al comienzo de la era industrial, la temperatura media sobre la superficie terrestre aumentará 2 grados. Esto traerá consecuencias serias en la producción de alimentos (por ejemplo, el arroz desaparecería de muchas zonas tropicales), en el acceso al agua, en la salud humana especialmente para los más pobres, y el aumento de fenómenos extremos, como más inundaciones y huracanes (hubo uno en 2004 en Brasil por primera vez).

Todavía hay esperanzas según los ambientalistas que aspiran a que al menos esta vez las naciones industrializadas se comprometan a bajar las emisiones en el 40 por ciento y que apoyen con 140 mil millones de dólares por año a los países en desarrollo. Además, piden que en 10 años se frene la deforestación mundial.

¿Y los argentinos qué rol juegan en este enfrentamiento mundial? Es como si vieran pasar la pelota. "El país que aporta menos del 1% del total de gases de invernadero, pero que sufre grandes daños en su patrimonio, el turismo, sus ríos y glaciares, y la salud de su gente. Por esto, Argentina debería exigir a las naciones desarrolladas que no cumplen las normativas que se fijen, una compensación económica por los daños causados, que puede ser en divisas, en cancelación de deuda, en aportes tecnológicos o en cualquier otra forma que se considere pertinente. Son esas naciones ricas las que causan el problema con sus emisiones, y nuestro país uno de los más afectados", enfatiza Rabassa. A todo esto se agrega la terrible combinación de la cultura del milagro con la del colchón. Mucha gente aún cree que los desastres, como las inundaciones, vienen por "algo", que no pueden prevenirse, y que los "milagros" sucederán. Cuando la realidad es que mucho podría hacerse para frenar las causas o al menos para minimizar los impactos. Por otro lado, los funcionarios políticos (de los diferentes partidos y niveles) están "acostumbrados" a actuar sólo cuando el agua llega al cuello. Les gusta (y mucho) salir a visitar las zonas afectadas en helicóptero para bajarse en algunos sitios y dar colchones cara a cara. Por supuesto, las decisiones efectivas que podrían tomarse con mucha anticipación y evitarían pérdidas económicas y vidas aportan poco al vedetismo.


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